Hace ahora exactamente cuatrocientos años, un 21 de agosto de 1609, el físico y matemático Galileo Galilei presentaba en Venecia el telescopio con el cual escrutaría el universo celeste y cuya finalidad era verificar las hipótesis referidas a la naturaleza del cosmos y las leyes de su movimiento. El evento es considerado como el punto de partida de la ciencia moderna, la ciencia experimental. Es decir, de la forma específica mediante la cual el conocimiento humano toma la forma de un proceso que vincula la observación de la realidad y el pensamiento teórico mediante un método riguroso y preciso. Aunque ahora parezca trivial, la asociación entre teoría y práctica como el camino propio de la indagación de nuestro mundo había sido desdeñada en el pasado. Se suponía que la actividad empírica podía ser fuente de todo tipo de equívocos y no permitiría acceder a la supuesta perfección de una sabiduría definitiva. Era una herencia de la formidable cultura griega, que se volvía a celebrar en la época de Galileo contra la dictadura vaticana. Platón consideraba que la ciencia no debía perderse en el resbaloso terreno de la cambiante realidad, si pretendía alcanzar la perfección de un conocimiento esencial. Aristóteles consideraba que la ciencia era, sobre todo, una actividad del espíritu.
Método científico
En la información periodística de estos días se presenta frecuentemente a Galileo como al inventor del telescopio. No lo fue. La aparición de lentes y anteojos se arrastra hacia atrás en el tiempo. Pero se suponía que no podrían ser utilizados para investigar nuestro entorno porque distorsionaban y deformaban la realidad. Eran, además, el resultado de la obra de los artesanos y su “arte” era considerado como una actividad menor, un terreno cruzado por la influencia del azar y/o lo sobrenatural. El acto revolucionario de Galileo consistió en quebrar ese antagonismo entre “arte” (práctica) y actividad científica (teoría). Con su labor, buscó superar el prejuicio de que toda actividad práctica fuese una tarea inferior o inaccesible a la investigación racional del hombre. “El nacimiento de la ciencia experimental guarda relación con el descubrimiento --nada simple, aunque hoy pueda parecernos obvio-- de que existen técnicas muy precisas para dominar racionalmente el curso de la experiencia, es decir, para provocar ciertos fenómenos que pueden repetirse a voluntad y medirse con exactitud matemática, en condiciones controladas por nuestro intelecto”. La sociedad que permitió y condicionó este formidable salto era la correspondía a “la consolidación victoriosa, decidida de nuevas riquezas directamente vinculadas con el trabajo y -por lo tanto- del surgimiento de grupos cada vez más numerosos de científicos sensibles a los intereses de la producción y capaces de darse cuenta de la unidad indisoluble entre teoría y práctica”1
Galileo con Kepler y Tycho Brahe, los grandes astrónomos de su época, fueron sacudidos por un acontecimiento astronómico que modificó radicalmente la manera de considerar nuestro universo. Fue el estallido de dos estrellas, llamadas entonces supernovas, que al colapsarse sobre su propio centro produjeron una enorme luminosidad incluso observable a simple vista durante cierto período. La clave del asunto es que en la época se podía ya saber que se trataba de un acontecimiento cósmico que se producía más allá de la Luna. Y desde Aristóteles se daba como cierto que más allá de nuestro satélite natural sólo existía el mundo de lo eterno e inmutable. Apenas el mundo “sublunar” era cambiante y compuesto de cuatro elementos en movimiento (aire, tierra, fuego, aire). El “supralunar” era el reino de lo perenne, de la quintaesencia. La ciencia nueva comenzó, por lo tanto, cuando el gran espacio se hizo “terrestre” y se abandonó la especulación celestial. Por algo Marx consideraba al conocimiento científico como la crítica práctica de la religión porque procedía no del cielo a la tierra, sino al revés.
Inquisición
No fue el cielo pero sí los terrenales intereses que suponían hablar en su nombre los que finalmente condujeron a Galileo a los bárbaros tribunales del Vaticano, al final de su vida, cuando tenía ya 69 años. Tuvo que abjurar de las conclusiones de su trabajo, que lo habían llevado a defender la concepción de Copérnico de que era el Sol, y no la Tierra, el centro de nuestro sistema. Evitó así las torturas de los inquisidores y fue condenado “apenas” a cadena perpetua. En su confinamiento, sin embargo, culminó la más importante de sus obras, conocida como “Dos ciencias nuevas”, que recopilaba sus trabajos sobre la física del movimiento, describía el método de la ciencia y aplicaba el análisis matemático a temas cuyo estudio hasta entonces había sido prerrogativa de los filósofos. Fue el primer texto científico en el que se explicaba que el universo está gobernado por leyes que la mente humana puede comprender y apreciar mediante el cálculo matemático.2
La apropiación conciente de las condiciones de existencia del hombre (esto es la ciencia) ya no sería la misma después de la labor del considerado “padre de la ciencia moderna”. Como no sería la misma después de Newton, o de Darwin en el siglo siguiente.3 O del socialismo “científico”, indisociable de toda esta historia. La historia real y humana, la única ciencia, como dijera el propio Marx.
1. Ludovico Geymonat, El pensamiento científico, Eudeba, 1984.
2. John Gribbin, Historia de la Ciencia, Ed. Crítica, España, 2003.
3. Pablo Rieznik, “Darwin, doscientos años” en Prensa Obrera Nº 1072, 19 febrero de 2009 www.po.org.ar/node/19981